Blog personal crítico y variopinto (con música al fondo)

viernes, 23 de octubre de 2015

HISTORIA COSTUMBRISTA


¡La de cosas que cambian con el paso de los años! Hace ya varias décadas, pongamos 40 añitos de nada, era norma común entre los progres y progras, modernos y modernas de entonces, el considerar que lo de hacerle a la niña un agujerito en el lóbulo de la oreja para ponerle unos pendientes era contrario a la igualdad del hombre y la mujer: cuando la nena fuese mayor que ella misma decidiera si quería o no el agujerito y los colgajos. ¿Por qué a las chicas había que taladrarles obligatoriamente la oreja y a los machotes no? Así pensaban muchos de los que vivían por aquellos barros, que ahora han alcanzado categoría de cenagal, pero en la dirección contraria.

En la actualidad, no sólo se sigue percutiendo el taladro en las niñitas sino que los mozos también se han incorporado a la moda del agujero. El personal, o una parte del mismo, ya no sólo se entretiene con el lóbulo orejil sino que se hace redondelitos muy monos en cualquier parte de su anatomía serrana: labios, ombligo, lengua y todo lo que pueda ser agujereado, que es mucho. De modo que, a los habituales agujeros que la madrastra Naturaleza nos ha dado, numeroso personal añade otros suplementarios en la creencia de que con ellos está más guay. Y el que no se atreve con el taladro se lo monta con la aguja para hacerse pintar un tatuaje, sea un dibujito mono o unas letrajas. Lo importante es añadir a la carne propia algo que no trae de origen, como si no tuviésemos bastante con tener que ponerle ropa y zapatos a diario (que cuestan un pastón) y otras coñas marineras como peinados, perfumes, lacas, desodorantes, etc.

Pero esta historia costumbrista no va a ir de tatuajes sino de piercing. Todo comienza cuando llega a casa nuestra mozuela, diecinueve añitos como diecinueve soles, y tras encender el televisor dirige una mirada algo cochambrosa al progenitor masculino de sus días:

—Papá, me he hecho un piercing en el pezón derecho y me he tatuado un elefante en el glúteo izquierdo.

Y el papá, que nos ha salido de la vieja escuela de los que no querían agujeritos ni en el culo, el muy antiguo, pone el grito en el cielo y se caga en el padre que contribuyó a parir a la niña, o sea, en él mismo. Todo ello sin que salga ni una sola palabra por su boca no vaya a ser que la niña se cabree o enfade, le entre una depre y se vaya con sus amigas o con el maromo con el que se magrea desde hace unos meses, aunque la niña todavía no ha tenido el detalle de presentárselo, quizás temiendo que lo va a mandar a algún lugar de olor nauseabundo. Pero la niña-mujer o mujer-niña sabe lo que su papuchi está pensando...

—Papá, sé positivo: sobre mi teta sólo mando yo...
—Y el tonto la polla ese del Marianín...
—Sí, el tonto ese... Me encanta el respeto que le tienes a la gente.
—En mis tiempos...
—Tus tiempos se pudren en la noche de los tiempos, papi. Eres un antiguo y un carcamal, perdona que te lo diga... Tienes 56 años y yo 19. Nos separan 37 años de tecnología, de nuevas costumbres, de otra manera de entender la vida... Reconoce que los vientos de la historia y de la moda te han barrido y cosa será que algún año de estos no te obliguen a que te hagas un agujerito en cualquier lugar de tu cuerpo ya bastante pocho.

—¡Y una mierda!

Elenita, que así se llama la mozuela si usted no piensa otro nombre, se sienta en el sofá, coge el mando y busca un canal de cotilleo y mamoneo. O sea, uno cualquiera.

—Eres maleducado, papá, como todos los que teneis más de cincuenta añitos, o sea, los que fuistes niños del franquismo, luego soñadores de la nada y por último acabásteis como demócratas tardíos, votantes de la UCD, el PSOE o el PP: la casta.
—¿Quién te ha metido esos pajarracos en la cabeza?
—El profe de Ciencias Políticas, que es muy guay.
—Seguro que es del PCE, no te jode... En la universidad de mis tiempos todos eran del PCE.
—Es un tío joven, papi, no un viejales. No sé si se llama Julio Iglesias o Hugo Monedero. A todas horas nos está diciendo que PODEMOS.
—¡Jooodeeer! 

La hija encuentra la telecaca que buscaba y el padre eleva la mirada hacia el retrato de su santa esposa, muerta hace unos años por una larga y terrible enfermedad, como se dice en estos casos. Una lágrima furtiva amenaza con rodar por su arrugada cara pero se hace fuerte porque no quiere que su hija, a la que ama con toda su alma pero a la que no comprende en casi nada, se dé cuenta de que él es un sentimental. Y piensa para sus adentros más íntimos: no polemices porque llevas la de perder, agacha la cabeza porque estás coartando la libertad de tu hija, no tienes derecho a impornerle viejas costumbres troglodíticas y porque estás haciendo el panoli ya que los dineros para el agujero ese de la teta los has puesto tú, desgraciao, que para eso te levantas todos los días a las cinco de la mañana y regresas a casa a las siete de la tarde, para que la niña se haga agujeros y se pintorrojee donde le salga del moño. Quizás tenga razón la cría, carcamal, ahora se lleva lo del tatuaje y el piercing, pues es muy bonito eso de llevar una cagada de dibujo en la piel o enganchado un trozo de metal o de hojalata en los labios, lengua, moflete o seno.

—Elena, sólo te diré una cosa para que la pienses y reflexiones. No conozco ningún subsahariano de esos que llegan en pateras que vaya con piercing o tatuado.
—Eso demuestra que pertenecen a una civilización antigua y atrasada.

Eso le suelta la niña a su padre. Y él, que sabe que históricamente sólo las sociedades cavernícolas y retrógradas le han dado al triki-triki del dibujo en la piel y el agujereamiento, encima se tiene que callar porque es que la niña hace 1º de Ciencias Políticas y ya se cree que sabe más que él, cuya vida se le escapa echando horas y horas cada día para que ella pueda vivir como una reina. Pero su viejo orgullo de perdedor le hace farfullar unas últimas palabras.

—No os entiendo. Sois más blandengues que un flan y en cambio aguantáis el dolor que haga falta para poneros un dibujo o un agujero en el cuerpo. Y encima, si la cosa fuera bonita… ¿Pero a quién le puede gustar tener un clavo en la boca o un trozo de metal en la nariz?

Al día siguiente, a la niña le entró un dolor de teta que no veas, se le puso como si acabara de parir y el papuchi tuvo que salir con ella de prisa y corriendo hacia la clínica más cercana. De regreso, no dijo nada. Compró la pomada que recetó el médico, pagó con su dinero y dejó a la hija enganchada al televisor, que todo lo cura y oculta. Aquella noche ni durmió de los nervios de ver a su criatura pachucha y con unas décimas de fiebre. La chavala tampoco dijo nada. Se adueñó del mando a distancia, se puso a ver Gran Hermano  y se quedó frita a los diez minutos.

—Parece un ángel, la muy puñetera, pero no la entiendo, María, no la entiendo... Tú la hubieras comprendido mucho mejor que yo.

Un par de lagrimones rodaron entre las numerosas arrugas de su cara.

1 comentario:

  1. Cuando se ponen enfermos estos ¿acuden a un hospital o una ferreteria? Muy buena la viñeta. Hay personal que disfruta con estas cosas. ¿Pasarán los escáneres de los aeropuertos sin que estos piten? ¿A qué sabe una trozo de metal en la lengua agujereada? Hay cosas, que como la Santisima Trinidad, son incomprensibles.

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