Blog personal crítico y variopinto (con música al fondo)

martes, 25 de agosto de 2015

LA VENGANZA

Había una vez un famoso tenista que, en uno de esos escasos días que deja libres la alta competición, estaba a las once de la noche dale que te pego con una fermosa moza.
¡Uf, ag, og, gustazo, uf, ag, og…!

En estas que, cuando estaba cerca del climax, sonó el teléfono rojo. El único teléfono que no podía nunca desconectar.
Buenas noches, querido… Soy de la Comisión Antidopaje y tengo instrucciones de la superioridad para hacerle en estos momentos uno de esos controles que tanto le gustan. Estoy en la entrada de su chalé. Le doy cinco minutos para que me abra o consideraré que se niega a colaborar con la justicia y la Comisión.

Hacía unos días que el famoso tenista había realizado unas declaraciones muy críticas contra las maneras en que se efectuaba el control del dopaje. El deportista tenía que estar siempre localizado, en cualquier momento le podían solicitar una muestra de orina y hasta los comisarios violaban su intimidad en la recogida de ésta. Así que un sentimiento de rabia e impotencia cruzó fugazmente por su entrepierna. Con lo difícil que era llevar a la Marianela a la cama y los capullos de la Comisión le jodían la noche. Así que decidió que esta vez alguien iba a salir más fastidiado que él. Mientras se vestía rápidamente con un horroroso pijama a rayas, marcó el teléfono de la Comisaría del barrio donde esa noche probablemente estaría de guardia su buen amigo Leoncio.
Buenas noches. Le hablo en clave. Soy Sandokan. ¿Puede ponerse al teléfono mi amigo el Comisario?

Mientras acababa de abrocharse los pantalones pijameros, empezó a escuchar el sonido de la puerta. ¡Ring, ring…! Al otro lado del teléfono apareció una voz amigacha.
¿Qué tal, Sandokan? ¡Te hacía disputando el Master de Honolulú…!
Tengo un problema, amigo. Un vampiro me va a joder la noche y la Marianela se me va a ir de rositas ahora que la tenía casi en la cima del Everest… ¿Podrías echarme una mano?
¡Tus deseos son órdenes, monstruo…!

¡Ring, ring…! Aquel tipo de la Comisión Antidopaje no paraba de aporrear el timbre. Se ve que traía muy malas pulgas esa noche. Quizás le habían dado las órdenes de controlar al famoso tenista justo cuando él tenía también entre las piernas un buen plan. Al fin el deportista le abrió con un gesto despectivo y, sin mirarle a los ojos, le soltó:
No tenía otra horita para venir, ¿verdad?
Las órdenes son las órdenes… Ya sabe que los de la Comisión son muy estrictos en estas cosas. Gracias a su enorme esfuerzo están desapareciendo los tramposos del deporte.
Sí, pero ¿a qué precio? Con tal de conseguir sus fines no les importa usar los medios más barriobajeros o anticonstitucionales. Pero acabemos pronto. Déme el botecito para la orina y a ver si puedo mear pronto. Mientras, haga el favor de sostenerme esta vajilla de plata. Me ha pillado con ella en las manos cuando iba a prepararme una sopa a la coña marinera.

Justo en el momento en que el delegado de la Comisión Antidopaje tuvo en sus manos la vajilla (cuyo coste superaba lo que gana un ministro en un año) unas fuertes garras lo inmovilizaron.
¡Alto ahí! ¡Queda usted detenido! Soy el Comisario Leoncio Martínez. Le hemos pillado con las manos en la masa, en la vajilla, quiero decir. ¿No es usted ya demasiado mayorcito para asaltar el chalé de una gloria deportiva nacional con el objetivo de llevarse todos sus trofeos, medallas y objetos de lujo?
Yo…, no es lo que usted piensa… —balbuceaba aquel pobre hombre.
Le hemos pillado in fraganti, camarada. Fotos, vídeo, mis dos agentes, el tenista… Todo juega en su contra… ¡Andando para Comisaría!

El policía guiñó un ojo a su famoso ídolo mientras se llevaba a aquel desgraciao. Cuentan las crónicas que aquella noche nuestro famoso deportista alcanzó un orgasmo con la Marianela muy superior al que había tenido cuando ganó Wimbledon. También cuentan que el delegado de la Comisión de Dopaje durmió aquella noche en la Comisaría y que nunca pudo demostrar su inocencia, por lo que le condenaron a un mes de arresto domiciliario. Sus jefes tomaron buena nota del suceso y nunca más enviaron a casa del tenista a ningún sustituto. Será casualidad o no, pero desde aquella noche nuestro amadísimo deportista está consiguiendo los mayores éxitos de su carrera. Y colorín, colorado este bello cuento se ha acabado.

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