El deporte ese de meter a 22 tipos en calzoncillos en un prado con el lúbrico propósito de penetrar una pelota de cuero en el hueco existente entre tres palos me divirtió en mis años mozos hasta que mi padre me hizo socio del club de mi ciudad como premio a una buena conducta escolar y allí descubrí en dos domingos que el jueguecito de aquellos pelotistas sólo servía para desquiciar, enojar, cabrear y entontecer a quienes estaban en la grada. Aquellos otros tipos que pagaban un pastón por ver correr un balón por el césped no asistían a un espectáculo donde disfrutar, sonreír o pasarlo bien; iban a un circo a despotricar contra la fiera (el árbitro), a gritar lindas palabras y a cubrir de flores a los jugadores rivales.
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